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Mostrando las entradas etiquetadas como Cuento corto

Los guardianes Ocultos de la ciudad

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   Guardianes ocultos en la ciudad.      La esquina de Rivadavia y Formosa aún es dominada por un modesto edificio de tres pisos.  En su pequeño altillo supo vivir hace años, el más dulce y tierno amor, el amor de mis padres. Al evocarlo, lo primero que viene a mi es la mezcla de aromas a café y humedad. La pequeña mesa junto a la destartalada cocina, un fregadero que se limitaba a una sola canilla de agua fría, suspendida sobre una palangana. Todo demasiado junto, apretado, incómodo y amontonado contra el mueble que más lugar ocupaba, la cama de mis padres. Recuerdo los insultos de papá y también las risas contenidas de mamá cada mañana en la que él, se llevaba por delante algún que otro mueble. La pequeña mesa permanecía siempre cubierta de libros, por ese entonces, mamá intentaba terminar sus estudios universitarios. Con todo, los almuerzos, las cenas y las meriendas siempre terminaban sobre la cama. Un viejo televisor

¡Todo de nuevo!

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A quién no le ha sucedido... Era dueña y artífice de sus historias. También, de cada uno de los momentos fueran buenos o malos; de eso no había dudas. En ocasiones, hasta había experimentado esa dulce sensación del orgullo prematuro, del placer y la satisfacción de lo logrado por el mérito propio. Sin embargo, hoy aquí estaba, preguntándose cómo era posible que una sola frase lo cambiara todo. Una frase terrible e implacable y que no dejaba lugar a dudas sobre el inminente desastre. Era como la verdad, dolorosa pero necesaria.. Cerró los ojos para mirar muy profundo y muy lejos. Lo revisó todo con la maestría que solo confiere una larga experiencia. Los abrió con la certeza de que era tan necesario como inevitable. Por un momento intentó resistirse, pero reconoció la necesidad de usar  una intensidad que solamente se logra desde adentro. Ella había sido esclava de la trama desde sus comienzos; ahora debía reescribirlo todo de nuevo, pero primera persona....

La escritora.

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Sus dedos apenas rozaban la pluma, la balanceaban suavemente sobre el terso papel, blanco e inmaculado. Un papel que esperaba con vehemencia, la suave caricia de la tinta. Oía el rumor constante de los diálogos y la agonía de sangre y traición clamando por escapar. Ella, podía sentir en el pecho todo el peso de la trama, pujando por salir a borbotones para disolverse en palabras. Sí, claro que los oía. Conocía a los personajes y también todos los giros internos de sus historias; eran su creación. Sin embargo, prefería esperar paciente: la risa cómplice, la brisa de otoño o el silencio temprano que indicara, sin dudas, el momento perfecto para el comienzo de otra increíble novela .

Paisaje

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Las últimas pinceladas de una tarde de verano me acompañaron por el zigzagueante camino de Traslasierras, Córdoba. Yo me dejaba hipnotizar por la cadencia de sus curvas y contracurvas.  P or la manera única en que la luz definía cada matiz, cada contorno del paisaje. Por el ángulo, los tonos y la intensidad de la luz crepuscular que iba definiendo y contrastando de manera imposible, cada uno de los elementos de aquel escenario. Para cu ando tomé una de las  tantas curvas a la derecha, ya había  comprendido, que no serían uno sin el otro, o al menos no en la misma intensidad. Pero luego, en la siguiente curva  a la izquierda encontré  el exquisito perfil de mi compañera y entonces, todo cuanto me rodeaba pasó a un segundo plano.

Testigos

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Inmutables e inalterables, ellos siempre han estado ahí. La ochava de Córdoba y Maipú, la fuente de la plaza, los escalones, fríos y duros de la iglesia, las farolas amarillentas de la peatonal.  Como testigos silenciosos del tiempo,  me han visto crecer. Han visto crecer a todos. Fueron confidentes de las promesas que mis padres tallaron en algún lugar de la plaza y también, de las intimidades de un sin fin de parejas enamoradas. Atestiguaron robos, progreso y decadencia; destrucción, renovación y decepción.   Me vieron caminar de la mano de mamá y también me vieron llorar por ella. Luego, me vieron presumir esa sonrisa cansada y orgullosa de todo padre.  Seguro que también, me verán pasear de la mano de mis nietos y también prestarán oídos a las historias que les cuente. Historias pequeñas y únicas de mi ciudad; donde ellos, siempre aparecen como taciturnos protagonistas.  Y algún día, quizás escuchen a alguien llorar por mí.

Guardiánes silenciosos

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     Entonces yo no lo sabía, no lo conocía por ese nombre. Sin embargo, el caminar durante horas y horas por las vías del tren. Ver uno a uno los borrosos durmientes desaparecer. Y sentir como  todo aquello que me rodeaba  se iba degradando poco a poco; provocaba en mí la misma ataraxia que hoy solo consigo gracias a la meditación.         Doce kilómetros de vías férreas separaban el pueblo de aquello que había comenzado como un

El Analista

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      Recuerdo que estábamos en el parque, ocultos  entre las oscuras ruinas de algún edificio olvidado y custodiado por dos gárgolas de piedra tallada. entre las penumbras y con susurros, Laura me confesaba cuanto me amaba y lo mucho que me deseaba. Yo comprendí en aquel instante, que la felicidad  existía. Comprendí, que la necesitaba.  

¡No!, así no era.

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     Aquella madrugada del 14 de Diciembre de 1994, subí a mi auto y llevé a mi amigo Claudio Rodríguez, hasta el aeropuerto de Ezeiza, Buenos Aires.  Como en tantas cosas que él hacía y que yo no comprendía de manera inmediata, lo acompañé y lo despedí sin objeción alguna.  “Si por lo menos algo de lo que me rodea cambia para bien, entonces todo habrá valido la pena”, me dijo con un fuerte abrazo de despedida y abordó su vuelo con destino a Ciudad del Cabo, África. No emprendí el regreso a casa de inmediato, y un café en el bar del aeropuerto me acompañó hasta las primeras luces de la madrugada. Reflexioné  sobre el sustancial cambio en la vida de mi amigo, en sus ultimas palabras, en lo loable de su proceder.   Ya de regreso a casa, observaba como las primeras pinceladas del amanecer comenzaban a dibujar, vaporosos y coloridos trazos ocres, sobre una ciudad aún somnolienta. Ejecutivos,  obreros,  estudiantes e indigentes. Todos ba...

El Mendigo

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           Quiso el destino que aquella madrugada del 14 de febrero de 1982, estuviera lloviendo torrencialmente y que los malvivientes que me asaltaron decidieran golpearme muy fuerte en la cabeza. También, que al arrastrarme a ciegas, por el pavimento mojado, cayera unos quince metros por el barranco que se encuentra a solo dos cuadras de casa. Mientras que el destino y la ironía se me reían en la cara, me encontró casi muerto, la persona que hasta ese momento había sido tan invisible para mi, como para el resto de los transeúntes y vecinos que a diario pasaban a su lado.

dulce soledad

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Era otra calurosa noche madrileña y Luis, se encontraba en el clásico café Central. Para combatir el insomnio y ese irracional gusto por leer de madrugada, solo contaba con un limoncello y una conversación despreocupada con el taciturno mozo. De pronto, se descubrió comparando ese lugar con el histórico Tortoni de Buenos Aires. Se dio cuenta de lo mucho que amaba esa sensación descomprometida con el entorno, siempre de andén en andén y siempre de aeropuerto en aeropuerto. A menudo las oscuras vidrieras del free shop del aeropuerto le devolvían la imagen de un hombre solitario, perdido en un mar de mesas y sillas desiertas y eso le gustaba mucho. Encontraba en la quietud de la noche algo cautivante que no lograba explicar.