Paisaje


Las últimas pinceladas de una tarde de verano me acompañaron por el zigzagueante camino de Traslasierras, Córdoba. Yo me dejaba hipnotizar por la cadencia de sus curvas y contracurvas. Por la manera única en que la luz definía cada matiz, cada contorno del paisaje. Por el ángulo, los tonos y la intensidad de la luz crepuscular que iba definiendo y contrastando de manera imposible, cada uno de los elementos de aquel escenario. Para cuando tomé una de las  tantas curvas a la derecha, ya había  comprendido, que no serían uno sin el otro, o al menos no en la misma intensidad. Pero luego, en la siguiente curva a la izquierda encontré  el exquisito perfil de mi compañera y entonces, todo cuanto me rodeaba pasó a un segundo plano.
De pronto, descubrí que no existen palabras ni comparaciones precisas con las que pueda describir la curva perfecta que dibuja su cintura. También intenté, no pocas veces, y siempre de manera infructuosa, hallar el símil para la suavidad de sus caricias, pero no he encontrado sobre la tierra cosa alguna; tan tersa, cálida, sensual y exquisita.



Advertí, sin embargo, que puedo definir del modo más preciso a la delicadeza misma, si la comparo  con sus suaves manos, con sus delgados dedos. Son por cierto, los erráticos movimientos de éstos sobre mis cabellos, el calor de su vientre y su rítmica respiración; el conjuro perfecto que duerme a la bestia.


Comprendo también, que nuevas expresiones deberán nacer para que pueda yo escribir sobre ese celeste imposible con el que me mira; o sobre el calor de sus labios, con los que me domina.

Finalmente, aquella tarde de verano dejamos atrás aquel hermoso camino que nos vio pasar. Eterno y orgulloso, pero algo celoso de haberse sabido, aunque sea por un corto lapso de tiempo, mucho menos singular y único que antes.

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