dulce soledad
Era otra calurosa noche madrileña y Luis, se encontraba en el clásico café Central. Para combatir el insomnio y ese irracional gusto por leer de madrugada, solo contaba con un limoncello y una conversación despreocupada con el taciturno mozo. De pronto, se descubrió comparando ese lugar con el histórico Tortoni de Buenos Aires. Se dio cuenta de lo mucho que amaba esa sensación descomprometida con el entorno, siempre de andén en andén y siempre de aeropuerto en aeropuerto. A menudo las oscuras vidrieras del free shop del aeropuerto le devolvían la imagen de un hombre solitario, perdido en un mar de mesas y sillas desiertas y eso le gustaba mucho. Encontraba en la quietud de la noche algo cautivante que no lograba explicar.
Solía mantener interesantes conversaciones con desconocidos y también una empática relación con personas o cosas que nada tenían que ver con él. Celia, por ejemplo, la mesera del café del aeropuerto de Los Ángeles o Noelia, la sobrecargo que inexplicablemente parecía ser parte de casi todos los vuelos que abordaba. También tenía especial cariño por un perro, propio de los andenes de Constitución en Buenos Aires, al que llamaba Leo, pese a que era hembra y que jamás respondía a ese nombre. Un pequeño sátiro perteneciente a la fuente de la plaza de la Señoría en Florencia. El banco junto al antiguo seto del bulevar de Gracia en Barcelona. En fin, muchos objetos y lugares preferidos, y muchas personas queridas pero todos inconexos entre sí.
En esa cálida noche Madrileña, Luis comprendió que se sentía tan solo, como libre se podía sentir. Entendió pues, el precio a pagar y también el singular sabor que deja la falta de raíces y su particular manera de querer. Una “arjoniana” mezcla de: completa soledad, de invasiva privacidad y de desentendido querer, pensó, y su risa fuerte, sincera y despreocupada rompió por un segundo, la quietud de una noche única que olía dulce y tibia.
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