Guardiánes silenciosos
Entonces yo no lo sabía, no lo conocía por ese nombre. Sin embargo, el caminar durante horas y horas por las vías del tren. Ver uno a uno los borrosos durmientes desaparecer. Y sentir como todo aquello que me rodeaba se iba degradando poco a poco; provocaba en mí la misma ataraxia que hoy solo consigo gracias a la meditación.
Doce kilómetros de vías férreas separaban el pueblo de aquello que había comenzado como un
escondite, luego como un refugio y que por último había terminado por ser mi hogar. Recuerdo que pasaba varias horas del día caminando sobre las vías, para poder volver a casa. Durante aquellas largas caminatas, había aprendido a mirar de distinta manera a los elementos del singular paisaje. Algunos de orden natural y otros artificial: un herrumbrado arado, un viejo roble -tan viejo como todos los robles-, un inexplicable pedazo de muelle y también, una pequeña ventana alojada en el último trozo de pared que aún quedaba en pie.
Yo los había dotado de carácter y personalidad a cada uno de ellos. Durante mis largas caminatas les había tejido elaboradas historias que justificaban su fin. Es así cómo aquel pedazo de pared, por ejemplo, tenía como único fin contener a la ventana por la cual yo podía saltar, cuando fuese necesario, y escaparme al reinado del emperador amarillo.
En aquellos tiempos también ignoraba que cuando más se mira el abismo, más posibilidades hay de que sé él quién te observe. Con solo catorce años, yo me sentía tan insoportablemente solo como libre se puede sentir un vagabundo. Sin embargo, comenzaba a tener la certeza de que cuatro guardianes me miraban y me cuidaban desde las márgenes de las vías del tren.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario. Todas las criticas y sugerencias son aceptadas.