Los guardianes Ocultos de la ciudad

Los guardianes ocultos de la ciudad

  Guardianes ocultos en la ciudad.


    La esquina de Rivadavia y Formosa aún es dominada por un modesto edificio de tres pisos.  En su pequeño altillo supo vivir hace años, el más dulce y tierno amor, el amor de mis padres. Al evocarlo, lo primero que viene a mi es la mezcla de aromas a café y humedad. La pequeña mesa junto a la destartalada cocina, un fregadero que se limitaba a una sola canilla de agua fría, suspendida sobre una palangana. Todo demasiado junto, apretado, incómodo y amontonado contra el mueble que más lugar ocupaba, la cama de mis padres. Recuerdo los insultos de papá y también las risas contenidas de mamá cada mañana en la que él, se llevaba por delante algún que otro mueble. La pequeña mesa permanecía siempre cubierta de libros, por ese entonces, mamá intentaba terminar sus estudios universitarios. Con todo, los almuerzos, las cenas y las meriendas siempre terminaban sobre la cama. Un viejo televisor se asomaba entre montañas de prendas que se apilaban a su alrededor y nos acompañaba con un tenue resplandor durante las largas y frías noches en las que yo dormía acobijado por el calor de mis padres. Durante muchos años, yo creí que de verdad las emisoras se cambiaban a golpes, pues así es como siempre lo hacía papá. Como era de esperar, mis padres se cansaron de dormir incómodos y un buen día, terminaron por improvisar una cama solo para mí. Lo hicieron en el único espacio posible;  suspendida justo sobre la de ellos. La parte de la cabecera estaba amurada a la pared, mientras que el otro extremo permanecía suspendido en el aire gracias a dos cadenas sujetas al techo. Al comprender que jamás volvería a dormir entre ellos no tardé en hacérselos saber con mi mejor berrinche, pero recuerdo que la mezcla de frustración y vergüenza que vi reflejada en la cara de papá ante aquella precaria solución, provocó que me trague todo el berrinche y el llanto de inmediato. Sin embargo, mi madre, dotada de ese poder con el que solo las mamás cuentan, logró que aquella tarde se convirtiera en algo mágico que jamás olvidaré. Con la ayuda de mi padre, improvisó una escalera colgante que me permitía trepar directo desde su cama hasta la mía. Colocó una gruesa soga que papá había rescatado no sé de que lugar, haciendo las veces de barandilla de barco pirata. Colgó un trapo negro por bandera y por último, pintó de colores los vidrios repartidos del tragaluz de forma hexagonal que coronaba la parte superior de la fachada del viejo edificio y que a su vez, dominaba la cabecera de mi cama. La vaporosa luz de ensueños que entraba por ahí, lograba transformar mi camita en la más mágica aventura. Solía pasar horas mirando por aquel tragaluz de cristales pintados con los labiales de mamá. Hoy recuerdo con melancolía, toda esa dulce pobreza donde no había más juguetes que la imaginación y solo pan duro y café para comer, sin embargo, jamás fui tan feliz como esos años en los que junto a mis padres, le hacíamos frente al hambre y a la incertidumbre. 




    Durante aquellas horas felices en las que no hacia otra cosa que espiar por mi ojo de buey, el lento y constante transcurrir de la vida, llegué a conocer hasta el último detalle de todo cuanto el extraño ángulo de mi barco me permitía observar. Mi campo de visión se reducía a las tres ochavas enfrentadas a la mía y no más de tres o cuatro casas de cada cuadra. Recuerdo que sobre Rivadavia, por ejemplo, estaba la casa más linda que yo había visto jamás, la casa de don Francisco. Tenía dos enormes pinos en la vereda, preciosas rejas negras de hierros torneados y una fachada imponente. Don Francisco sacaba su auto exactamente a las siete y treinta y cinco de cada mañana. El auto negro, sus zapatos, su traje y hasta su peinado, todo era negro y todo brillaba; aquel hombre era la viva imagen de la pulcritud y la disciplina y yo, yo de grande quería ser como él. Es decir, quería ser como mi papá pero vivir como Don Francisco. 


    Sobre la otra calle, casi a mitad de cuadra, estaba la parroquia de Santa Mónica y si bien las costumbres del padre Benito y de alguno de sus fieles mantuvieron mi atención durante muchas tardes, como la viuda de Ricci por ejemplo, que se confesaba no menos de tres veces por día y siempre en horarios muy extraños, -mamá me había prohibido hablar de eso-. El personaje que sin dudas cautivó más mi atención, fue Raúl, el vagabundo de la parroquia. Bien era sabido que el padre Benito, todo lo había intentado sin lograr jamás que aquel pobre hombre se cubriese de los helados vientos invernales, aunque mal no sea, tras las paredes del pórtico de entrada de la parroquia, pero todo había sido en vano. Raúl el vagabundo, jamás abandonó aquellos tres metros cuadrados de escalera que parecían pertenecerle por completo. Yo no lograba entender que lo motivaba a dormir sobre las frías escaleras y entonces, abusando de esa irreverencia propia de los niños de seis años, se lo pregunté sin más. “Es que sigo esperando a una persona”, fue todo lo que me dijo y nunca más volvimos a hablar del tema. Recuerdo que mamá me dejaba sentar a su lado a escuchar las increíbles historias que él me solía contar. Historias sobre lugares secretos y valientes guardianes que ocultos entre nosotros, peleaban silenciosas batallas que todos ignorábamos.  Historias de un mundo que habitaba solo durante las silenciosas horas de la madrugada. Historias que solían hablar de trozos de ciudad que nos espiaban, que nos veían crecer; todas fascinantes e increíbles historias.



    El pequeño altillo del edificio de Formosa y Rivadavia nos supo cuidar bien, pero cuando mi barco pirata comenzó a quedar muy pequeño, mamá decretó que ya sería hora de ir buscando una nave más grande, una que estuviera mejor preparada para el largo viaje que nos aguardaba por delante.


    Finalmente, Mamá se recibió y papá se convirtió en el dueño de una de las más importantes concesionarias de autos de la zona. Yo fui creciendo mientras mis padres se aseguraban de que alcanzara todos esos objetivos que me había propuesto desde pequeño, o quizás, que ya habían trazado para mí. De a poco fuimos dejando atrás aquella pobreza que aún recuerdo con aromas a café y a mar. Con el tiempo, me doctoré, me casé, tuve tres hermosos hijos, la imponente casa, el lujoso automóvil negro que me juré algún día tener y también, una hermosa y persistente exmujer. Lloré la muerte de mis padres, vi crecer a mis hijos, morir a mis mascotas y finalmente, todo lo perdí. 


    Las cosas no siempre suceden de un modo gradual, no siempre se entretejen complejas tramas de pequeños sucesos que por lo general, uno no logra adivinar hasta que ya es demasiado tarde y sin embargo, yo sé exactamente el momento y el lugar donde mi perfecta y calculada vida cambió para siempre. Fue una noche de verano de hace ya muchos años atrás y sucedió cuando quizás por casualidad, quizás por mérito, presencié lo que ahora sé que fue uno de los tres aquelarres citadino que han tenido lugar en el último siglo. Regresaba a casa muy tarde del trabajo y me retenía el semáforo de Sarmiento e Independencia. Estaba repasando esa eterna lista de pendientes que uno jamás logra completar cuando de pronto, algo llamó mi atención. Pasaba frente a mí un hombre demacrado y harapiento que parecía arrastrar de sus vestiduras trozos de noche y sombras. Lo reconocí al instante, era Raúl, el vagabundo de las escaleras de la parroquia de Santa Mónica. Más viejo, más pequeño y definitivamente, más sucio. Mi asombro se debatía entre aquel hecho fortuito y la innegable prueba de que aquel hombre había abandonado por fin las escaleras de la parroquia, él jamás se alejaba de ellas.


Más por aburrimiento que por curiosidad, decidí seguirlo. Primero desde mi auto y luego a pie, fui dejando muy atrás la ruta que me llevaba a casa; ahora entiendo que quizás fue ese el primer indicio del inevitable final. El brillo de la ciudad se iba apagando con cada paso que daba. Podía percibir en las esquinas y en las vidrieras algo extraño, una ausencia tan sutil o quizás tan radical que sencillamente, no lograba comprenderla. Yo creía conocer bien la ciudad pero de pronto, me sorprendí transitando por lugares oscuros y ocultos, lugares que a mi entender eran demográficamente imposibles de existir. 

 

    Por momentos la oscuridad era tal, que yo solo me limitaba a seguir el sonido que Raúl hacia al arrastrar sus pies. Finalmente, las pisadas se fueron mezclando con un murmullo lejano que de apoco se fue convirtiendo en voces y rostros más definidos. Una pared a medio terminar que olía a madera quemada me permitió espiar el origen de aquel clamor. Desde mi escondite, intentaba armar una frase, una idea, cualquier cosa que me diera una pista de donde estaba y de que se trataba  aquella extraña reunión, pero aquel murmullo apagado llegaba a mis oídos como una amalgama inteligible de palabras sueltas. Al comprender que nada podría escuchar,  me concentré con más detalle en cada una de las personas que integraban esa extraña cofradía.


Por extraño que parezca, Raúl no era ni por asomo el personaje más raro. Por ejemplo, sobre unas cubiertas viejas permanecía sentado un hombre de mediana edad, cabello largo enmarcado con una vincha de tela roja, campera de cuero con gruesos cierres plateados, y con los pantalones más apretados y deshilachados que había visto jamás. Parecía haberse escapado de algún recital metalero de los 80. A su izquierda y con medio cuerpo detrás de una gruesa y oxidada columna, alguien que a simple vista me recordó al clásico malevo arrabalero de las películas viejas. Llamó mi atención también alguien de unos sesenta años cuya apariencia, tan normal y casual terminaba por desentonar con el resto de personajes ahí reunidos. Vestía como de entre casa, canoso, con lentes a media nariz y una barriga prominente que intentaba proteger infructuosamente del frío con un feo cárdigan bordó que de seguro, habría sido tejido por algún familiar. Bajo el brazo llevaba un periódico arrollado, y no se molestó en disimular ni un solo bostezo. De pronto, un pequeño destello de estrellas logró quedar atrapado entre las plateadas clavijas que coronaban el mástil de una guitarra y entonces, por un instante aquél disparejo grupo de personas se vio iluminado de un extraño modo. Yo conocía esa guitarra y también, al músico que le daba vida. Era un virtuoso y conocido guitarrista callejero que ha tocado incluso, con algunas de las más importantes bandas internacionales que han visitado la Argentina. Era Daniel Diaz, un verdadero mito entre los guitarristas y las calles de Buenos Aires y sin embargo, ahí estaba, junto al resto de extraños personajes. Me quedé impávido al ver también entre ellos a la señora del puesto de la plaza San Martín. Era esta una abuela toda gris y toda tierna que solía rellenar los paquetitos de garrapiñadas con temblorosas y dulces manos. Su puestito ha estado en el mismo lugar incluso desde antes que yo naciera; todo el mundo conoce a la señora de las garrapiñadas. A lo largo de los años la ciudad entera fue creciendo: enormes centros comerciales, sucursales bancarias, restaurantes y cafés de autor han ido brotando a su alrededor y sin embargo, el puestito de garrapiñadas sigue justo ahí, inamovible y pegado a la que quizás sea la última de las cabinas telefónicas que queda en pie en toda la ciudad. 



“Muy bien, entonces eso es todo” dijo alguien y de inmediato el extraño grupo de personas comenzó a disgregarse. Yo seguía intoxicado de ese mundo desconocido que se ocultaba bajo el silencioso manto nocturnal. Centré mi atención en lo que a primera vista me había recordado al clásico malevo de arrabal y no lo perdí de vista.


  Lo seguí, por pasillos y callejones, por salones olvidados y antiguas salas de propósitos desconocidos. En una de ellas, otra furtiva reunión parecía estar teniendo lugar. En ésa ocasión, se trataba de unas treinta o cuarenta personas, algunos con elegantes trajes o finísimos vestidos mientras que otros, no llevaban nada más que ropa interior. Vi también, dos con vestidos de novias y otros dos, completamente desnudos. Al ritmo de una música que yo no lograba escuchar y con los rostros deformados por las caricias de intermitentes luces rojas, verdes y amarillas de una inexplicable cantidad de semáforos ahí plantados, bailaban todos en silencio. El hombre que estaba siguiendo atravesó esa muchedumbre justo por el centro y yo así lo hice también. Jamás olvidaré las miradas celosas con la que esos maniquíes me vieron pasar. Entonces, el recuerdo cercano de vidrieras y esquinas vacías me susurró un secreto al oído, y entendí maravillado que estaba invadiendo su mundo.



  Oculto entre los infinitos pórticos de la ciudad, estudié sus pasos hasta que lo vi sumergirse no recuerdo en que línea de subterráneo. El hombre bajó las escaleras y justo antes de toparse con las rejas que mantenían cerrado el servicio, se aferró del último tramo de barandilla y tiró con fuerzas de ella. Un tenue haz de luz apareció rebelando una puerta lateral que permanecía oculta, tapizada de afiches publicitarios. Luego de perseguirlo por pasillos angostos, cubiertos de enredaderas de tuberías viejas y tableros eléctricos oxidados, lo vi pasar por una segunda puerta más grande y más pesada que la primera. Cuando la atravesé, me descubrí emergiendo del interior de una cámara frigorífica de alguna carnicería abandonada en el fondo de  un callejón. El hedor a grasa rancia y amoniaco se derramaba por una laberíntica penumbra de paredes azulejadas, me revolvía el estómago y me hacía lagrimear los ojos. El rechinar de una puerta cansada me indicó la dirección a seguir y de a poco, el aire limpio y puro fue ganando la batalla. Cuando por fin logré salir a la calle, solo alcancé a ver la figura de aquel peculiar hombre perderse entre innumerables puestitos de feria. El sol me encandilaba, pero no había duda, eran los inconfundibles puestitos de la tradicional feria de la Plaza Dorrego. De algún modo, estaba en el barrio de San Telmo; inexplicablemente lejos del lugar donde todo había comenzado. 


Ese fue el día en que me obsesioné con aquellos atípicos personajes, el día en que todo cambió para siempre. No logré olvidar aquella extraña reunión y el desafío de volver a dar con ellos se adueñó por completo de mis tiempos, de mis proyectos más inmediatos y un buen día, ya no pensaba en ninguna otra cosa. 



Luego de un tiempo, comprendí con esperada resignación que quizás ese misterioso emplazamiento, sede de una especie de aquelarre citadino, ni siquiera formase parte de la ciudad. Que el insistir en repetir los pasos de aquella noche una y otra vez no lo haría más real. Y para descartar toda sospecha de locura, comencé pues, a visitar periódicamente el barrio de San Telmo en busca de aquel peculiar hombre y claro, no tardé en encontrarlo. Resultó ser uno de esos clásicos personajes que todo barrio suele tener. En este caso se lo conocía como Baldocita, en clara referencia al más conocido paso de baile del tango, claro. Su nombre real era Eduardo Balmazeda y tenía efectivamente, todo el montón de años que sus ojos y sus arrugas acusaban. Su atuendo sin embargo, era otro cantar. Baldocita parecía haberse escapado directo de algún cafetín de 1920. Zapatitos charolados, pantalón negro de vestir y saco a rayas haciendo juego, sombrero de ala ancha siempre cruzado y cerrándolo todo, un pañuelo de fino lienzo blanco exquisitamente acomodado en el bolsillo de la solapa. Con su característico andar, todas las mañanas Baldocita pasaba revista a cada uno de los comerciantes, levantaba apenas el ala de su sombrero, a tiempo que acompañaba con una pequeña y cordial inclinación de cabeza. No era raro ver como algunas ocasionales transeúntes se veían sorprendidas por Baldocita en plena calle y entonces, quedaban enredadas en involuntarias e improvisadas milongas. Eran como fugaces intervenciones artísticas que la tardecitas de San Telmo solían regalar. 


Como no podía ser de otro modo, las primeras palabras que crucé con él tuvieron lugar una tarde de abril en El Federal, un antiguo cafetín mezcla de almacén y pulpería que al igual que Baldocita, olía a recuerdos y a humedad. Como actores condenados a no abandonar jamás sus papeles; ambos ejecutaban a la perfección sus roles día tras día. Me pidió que lo acompañase a una mesa que parecía ser de su propiedad y me dijo: “Te estaba esperando”, desarticulando así todo posible argumento que yo hubiese tenido preparado y llevando luego la charla, solo por los caminos que él eligió transitar.  



Días más tarde encontré a María, la señora del puesto de garrapiñadas.  Aunque también ella negó haber participado de ningún tipo de reunión o conocer a alguno  de esos personajes, me dijo como ubicar a Don Pedro, aquel señor del periódico bajo el brazo y que no paraba de bostezar. Ignoré lo mejor que pude lo incongruente de su argumento y me aboqué a la caprichosa tarea de encontrarlos a todos.    


Al día siguiente, Don Pedro me recibió en la intimidad de una casa fría y silenciosa. Me convidó unos mates salpicados de ausencias y melancolía y me contó sobre una numerosa familia, llena de hijos, nietos y sobrinos ruidosos que de a poco lo han ido abandonando o que quizás, él fue olvidando, obsesionado por un compromiso asumido hace ya demasiados años. Por supuesto, también negó conocer a ninguno de los personajes de aquella noche, pero me sugirió que intentase ubicar al vagabundo de las escaleras de la parroquia de Santa Mónica. A Joaquín Diaz, más conocido como “el metalero”, lo encontré un mes más tarde mientras recorría el barrio de flores. Con él, compartimos una cerveza sentados en el cordón de la vereda. Al verlo de cerca, comprendí con resignado asombro, que detrás de esos atuendos de adolecente rebelde de los ochenta, se escondía un hombre que fácilmente me doblaba la edad. Poco a poco fui encontrando y conociendo a cada uno de ellos y finalmente, volví al barrio que me vio crecer, a la esquina de Formosa y Rivadavia y a las escaleras de la parroquia de Santa Mónica. Raúl seguía ahí, confinado a sus tres metros cuadrados de escalera. También negó enfáticamente haber participado de alguna reunión secreta pero al igual que María, me preguntó con una diabólica sonrisa dibujada en el rostro, como me las había ingeniado para volver a casa aquella noche. Me invitó a tomar asiento a su lado y como cuando era un niño comenzó a contarme una historia, una historia que cambió mi vida por completo. 


Me contó que existen rincones ocultos de la ciudad y momentos en el tiempo que se niegan a desaparecer, lugares y elementos únicos destinados a cumplir una sola y secreta tarea; conocidos por muy pocas personas en el mundo. También me contó sobre aquellos personajes raros y atemporales que parecieran haberse quedado suspendidos en otras épocas. Como pequeños trozos de otros tiempos que se pasean entre nosotros y que han sacrificado sus vidas por cuidar de aquellos lugares. Ellos son los guardianes y por lo que tengo entendido, ya te las has ingeniado para dar con la mayoría, me dijo Raúl.


El puesto de garrapiñadas por ejemplo, nunca tuvo otro objetivo que el de brindar cobijo a María, cuyo verdadero propósito siempre fue el de cuidar de la vieja cabina telefónica pegada a su puesto; siempre esperando a la persona que digite la correcta secuencia numérica en su teclado. 


La pequeña casa de Don Pedro, el señor del periódico bajo el brazo, quizás sea una de las últimas propiedades disponibles en el codiciado barrio de Belgrano. Tiene un hermoso jardín con un enorme y muy, muy antiguo ciprés en su centro que destaca como un pequeño lunar verde entre tanto edificio gris. Justificándose en la noble pero falsa excusa de proteger el ciprés,  Don Pedro a sabido rechazar estoicamente cada una de las millonarias ofertas que ha recibido por su propiedad. Se dice que entre las raíces de aquel árbol, espera enterrado un pequeño cofre. En su interior, solo siete palabras grabadas en un papel, siete palabras capaces de provocar una guerra, el olvido de un amor o la ira de un Dios.



  Baldocita, es entrañable personaje, es en realidad el guardián de dos palabras encarceladas por un corazón tallado en el reverso de una mesa. Un corazón que espera a ser descubierto solo por aquellos que lo necesiten de verdad y que al día de hoy, aún no han nacido.



  Esa misma tarde, Raúl me contó sobre todos aquellos guardianes y de como han sacrificado sus vidas enteras por honrar esa tarea. Entonces, al terminar, sus ojos regresaron lentamente de algún lejano lugar y repletos de gratitud encontraron los míos.  Luego, se incorporó lentamente y con manos temblorosas pero seguras, removió el pesado trozo de escalón sobre el que yo lo había visto sentado la mayor parte de la vida. Del su interior, extrajo un amarillento y viejo pergamino enrollado en un trozo de cuero y atado por una fina rienda, también de cuero.



Me reveló que ese extraño pasaje subterráneo por el cual yo había seguido a Baldocita, solo era uno de los cientos que la ciudad ocultaba. Algunos de esos pasajes interconectaban con barrios, otros con ciudades y algunos pocos, con lugares para los cuales yo aún no estaba preparado. Lugares donde habitan bestias deseosas de pasar a este lado y que lo único que las mantiene a raya, es la arcana mezcla de notas que solo Daniel Diaz conoce, y que día tras día va intercalando  en las interpretaciones que su guitarra realiza en lugares específicos de la ciudad. Daniel Diaz, me dijo Raúl muy serio, es quien vigila cada uno de los cuatro portales de entrada a este mundo; nadie sabe que podría pasar si por alguna razón dejasen de estar bendecidos por su música. De pronto, entendí el verdadero motivo por el cual Daniel, pese a su increíble talento, siembre había rechazado las propuestas de tocar en otros lejanos y glamurosos lugares.  Raúl, también me contó que las ubicaciones de cada pasaje, estaban ahí; todas atesoradas en el amarillento pergamino que ahora me pertenecía, porque desde ese preciso momento yo me convertiría en quien debería cuidar de todos los guardianes.  “Ahora podré por fin descansar” me había dicho Raúl, mientras me confesaba que mi papel ya había sido escrito desde que era un niño que espiaba el mundo desde su ojo de buey.


Espero que recuerdes aquellas historias que solía contarte cuando eras niño porque te harán falta, me había dicho. Jamás lo volví a ver. 


El barrio ha cambiado, el padre Benito a muerto hace muchos años ya, mi familia ha preferido olvidarme y yo, yo sigo aquí, sentado justo en el mismo escalón que supo ocupar Raúl. Cuido de los guardianes, atesoro nuevas historias y de vez en cuando, entre limosnas y patadas, miro de soslayo a mi antiguo ojo de buey.


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