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como logré que mi hijo ame la lectura- Tercera parte

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La tercera etapa fue algo más complicada, mi situación laboral había cambiado y disponía de  mucho menos tiempo. El invierno (que en Ushuaia, es la mayor parte del año) se acercaba muy rápido y me obligaba a improvisar.  La ansiedad que mateo sentía por saber  que había sido de nuestro protagonista, era aún mayor que la de resolver  las pistas del final del capÍtulo. Éso era justo lo que yo quería despertar en él; la ansiedad, el placer de leer, éso. No podía dejar pasar el momento y me puse manos a la obra.  

Guardiánes silenciosos

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     Entonces yo no lo sabía, no lo conocía por ese nombre. Sin embargo, el caminar durante horas y horas por las vías del tren. Ver uno a uno los borrosos durmientes desaparecer. Y sentir como  todo aquello que me rodeaba  se iba degradando poco a poco; provocaba en mí la misma ataraxia que hoy solo consigo gracias a la meditación.         Doce kilómetros de vías férreas separaban el pueblo de aquello que había comenzado como un

El Analista

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      Recuerdo que estábamos en el parque, ocultos  entre las oscuras ruinas de algún edificio olvidado y custodiado por dos gárgolas de piedra tallada. entre las penumbras y con susurros, Laura me confesaba cuanto me amaba y lo mucho que me deseaba. Yo comprendí en aquel instante, que la felicidad  existía. Comprendí, que la necesitaba.  

¡No!, así no era.

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     Aquella madrugada del 14 de Diciembre de 1994, subí a mi auto y llevé a mi amigo Claudio Rodríguez, hasta el aeropuerto de Ezeiza, Buenos Aires.  Como en tantas cosas que él hacía y que yo no comprendía de manera inmediata, lo acompañé y lo despedí sin objeción alguna.  “Si por lo menos algo de lo que me rodea cambia para bien, entonces todo habrá valido la pena”, me dijo con un fuerte abrazo de despedida y abordó su vuelo con destino a Ciudad del Cabo, África. No emprendí el regreso a casa de inmediato, y un café en el bar del aeropuerto me acompañó hasta las primeras luces de la madrugada. Reflexioné  sobre el sustancial cambio en la vida de mi amigo, en sus ultimas palabras, en lo loable de su proceder.   Ya de regreso a casa, observaba como las primeras pinceladas del amanecer comenzaban a dibujar, vaporosos y coloridos trazos ocres, sobre una ciudad aún somnolienta. Ejecutivos,  obreros,  estudiantes e indigentes. Todos ba...

El Mendigo

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           Quiso el destino que aquella madrugada del 14 de febrero de 1982, estuviera lloviendo torrencialmente y que los malvivientes que me asaltaron decidieran golpearme muy fuerte en la cabeza. También, que al arrastrarme a ciegas, por el pavimento mojado, cayera unos quince metros por el barranco que se encuentra a solo dos cuadras de casa. Mientras que el destino y la ironía se me reían en la cara, me encontró casi muerto, la persona que hasta ese momento había sido tan invisible para mi, como para el resto de los transeúntes y vecinos que a diario pasaban a su lado.

En Busca del Cementerio.

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UN TEXTO HOMENAJE AL "CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS" DE CARLOS RUIZ ZAFÓN     El viejo corazón de San Telmo está atravesado por la calle Defensa. La calle Defensa, a su vez, está tapizada de innumerables y pintorescos puestos de feria,  tan coloridos, como diversos entre si. La mezcla de aromas a barnices, inciensos y cuero viejo lo impregnan todo. Se mixturan con el dulce rocío de las mañanas y cada día convierten a esas ocho cuadras de feria, en un lugar mágico y perdido en el tiempo. Un increíble lugar que renace cada día con las primeras luces del amanecer y se disuelve en el tibio  resplandor  crepuscular  de cada atardecer.    Víctor Laurense es un librero tan viejo como la feria misma. Es el orgulloso dueño del famoso puesto de libros antiguos y exóticos de la feria, así como también, de uno de los tantos balcones que coronan la feria.   Sentado en su balcón, Víctor cerró con suavidad el libro que tenía entre sus...

El Ritmo Prohibido

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La bruma vespertina que cubría las  calles de la ciudad, se abrió en tímidos remolinos, cuando Mateo la atravesó a toda velocidad. Sin medias, con las zapatillas mojadas, los cordones desatados y el pijamas a medio abrochar, corría como si algo monstruoso lo persiguiera. Cuando por fin llegó ante las imponentes puertas de madera maciza, aún abrazaba con todas sus fuerzas, aquel viejo libro de duras tapas y hojas tan amarillentas como el tiempo mismo. Le ardían los pulmones, le temblaban las piernas y respiraba con dificultad; estaba exhausto. Sin tiempo para recuperar el aliento, comenzó a azotar frenéticamente la pesada puerta y no se detuvo hasta escuchar el inconfundible chasquido del cerrojo.