¡No!, así no era.
Aquella madrugada del 14 de Diciembre de 1994, subí a mi auto y llevé a mi amigo Claudio Rodríguez, hasta el aeropuerto de Ezeiza, Buenos Aires. Como en tantas cosas que él hacía y que yo no comprendía de manera inmediata, lo acompañé y lo despedí sin objeción alguna. “Si por lo menos algo de lo que me rodea cambia para bien, entonces todo habrá valido la pena”, me dijo con un fuerte abrazo de despedida y abordó su vuelo con destino a Ciudad del Cabo, África. No emprendí el regreso a casa de inmediato, y un café en el bar del aeropuerto me acompañó hasta las primeras luces de la madrugada. Reflexioné sobre el sustancial cambio en la vida de mi amigo, en sus ultimas palabras, en lo loable de su proceder. Ya de regreso a casa, observaba como las primeras pinceladas del amanecer comenzaban a dibujar, vaporosos y coloridos trazos ocres, sobre una ciudad aún somnolienta. Ejecutivos, obreros, estudiantes e indigentes. Todos bajo el mismo cielo, todos únicos e insignificantes